Gabriel
Flores
Tras la
invasión militar de Ucrania por parte del ejército ruso, el mundo es más
inseguro. Predomina lo inesperado, el futuro es más incierto y los costes y
riesgos en curso amenazan la recuperación de la economía mundial. Bienestar,
estabilidad política y el propio proyecto de unidad europea han sido puestos en
cuestión por la guerra de agresión emprendida por el régimen de Putin. Una UE
en transición afronta el mayor reto de su historia y cambios sustanciales de
política económica en el peor contexto posible.
A pesar de que el
efecto inmediato de la guerra ha sido unir a los socios comunitarios y dar más
relevancia al papel actual y a las misiones futuras de la UE, también ha puesto
a las instituciones comunitarias ante el espejo de sus muchas vulnerabilidades
e insuficiencias. La UE necesita renovarse y cambiar si quiere afrontar los
desafíos que plantean el avance de la extrema derecha en toda Europa, el cambio
climático y la apuesta militar del régimen de Putin para reforzar su poder
interno y afianzar la posición de Rusia como potencia regional y mundial.
La mayoría de los problemas y debates suscitados por
la guerra en Ucrania afectan directamente a Europa, aunque pueden acabar
incidiendo también en la configuración de la nueva globalización que sustituirá
al agotado modelo neoliberal que ha sido hegemónico en el mundo durante décadas
y lleva ya algunos años en franco deterioro. Cambios sustanciales por definir y
por hacer en un contexto repleto de sombras e incógnitas que no permiten descartar
ninguno de los escenarios extremos o menos probables que podrían darse: pronta
derrota militar de Ucrania, parálisis del régimen de Putin o escalada de la
guerra hacia una confrontación nuclear.
En este complejo contexto europeo y mundial, se han
producido en los últimos días dos movimientos de cambio significativos y
contradictorios que afectan a las políticas económicas de la UE que merecen
atención: el primero se refiere a cuándo y a qué ritmo la política monetaria
dejará de ser expansionista; el segundo, a la evolución de las políticas
presupuestarias de los Estados miembros y a las nuevas reglas fiscales que
sustituirán a las que fueron suspendidas tras la pandemia.
Sobre la política
monetaria del BCE
Mientras se prolongue la guerra, lo más racional sería
que la política monetaria del BCE siguiera siendo expansionista para facilitar
la financiación del inevitable aumento del gasto público y asegurar la
solvencia de los Estados más endeudados (en especial Italia y España) y el de
las empresas europeas con mayores niveles de endeudamiento que, si se vieran
afectadas por un aumento significativo de los costes financieros, podrían
suspender pagos y cerrar sus puertas.
Sin embargo, no cabe descartar que las presiones de
las fuerzas más dogmáticas en el cumplimiento a corto plazo del mandato de
mantener la estabilidad de precios se impongan de nuevo, como en la crisis
financiera global de 2008 y con parecidas nefastas consecuencias: fragmentación
financiera asociada a la reaparición de altos tipos de interés y primas de
riesgo en los países del sur de la eurozona; dificultades de financiación de
las políticas de protección social, modernización productiva y apoyo al tejido
empresarial con especiales dificultades; recortes de los gastos de protección
social y de las inversiones públicas; reducción del crecimiento y, en el peor
de los casos, nueva recesión con más desempleo, pobreza y desigualdad.
El acuerdo tomado el
pasado 14 de abril por el Consejo de Gobierno del BCE, anunciando el aumento de
sus tasas de interés a finales de 2022 y la finalización de las compras netas
de deuda en el próximo tercer trimestre, anticipa cambios que ya han empezado a
producirse en EEUU. Pero la UE dispone de menores márgenes de actuación que
EEUU, porque tiene una guerra a sus puertas y es mucho más vulnerable en
términos energéticos; por otro lado, la inflación en EEUU tiene un alto
componente endógeno, ya que resulta de una fuerte recuperación económica y una
rápida subida de los salarios.
Por el contrario, la UE experimenta una más que
notable inflación exógena causada fundamentalmente por el alza de los precios
de las materias primas energéticas y alimentarias importadas, por lo que tiene
poco sentido que el BCE endurezca su política monetaria, ya que su efecto en la
reducción de la inflación sería muy pequeño, mientras sus impactos sobre el
crecimiento (también, por lo tanto, sobre las rentas salariales y el empleo)
serían muy negativos. Sin embargo, halcones y fundamentalistas del actual
objetivo de inflación del BCE (próximo, pero por debajo del 2%) siguen
presionando para que el BCE cumpla a corto plazo su mandato.
Las actas de la reciente reunión del Consejo de
Gobierno del BCE reflejan un frágil acuerdo entre partidarios y detractores de
subir los tipos de interés y de finalizar las compras de deuda. Por ahora, el
BCE mantiene la actual política monetaria y espera a ver cómo se desarrolla la
guerra en este segundo trimestre y su impacto económico sobre la inflación y la
actividad económica. En este segundo trimestre de 2022, aún mantendrá las
compras de deuda a ritmos aún notables (40.000 millones en abril, 30.000
millones en mayo, 20.000 millones en junio) y hasta finales de año los tipos de
interés oficiales seguirán próximos al 0%.
Si vencen los fundamentalistas del objetivo de
reducir la inflación hasta el 2% (que es el mandato del BCE), las costuras de
la eurozona se verían sometidas de nuevo a una presión extrema y los países del
sur de la eurozona no podrían seguir conviviendo con altos desequilibrios
presupuestarios ni reforzar con financiación propia los planes de
transformación estructural (transiciones digital y energética) que acaban de
iniciar gracias a los fondos comunitarios. Se agrandaría la división entre el
Norte y el Sur de la eurozona, la posibilidad de implosión de la UE se pondría
de nuevo sobre la mesa y aumentarían las penurias de los sectores sociales que
viven o malviven en situación precaria, lo que daría más y mejores argumentos
para el avance de la extrema derecha.
El triunfo de Macron el próximo domingo, 24 de
abril, en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Francia, podría
inclinar esos debates del BCE hacia posiciones más razonables y equilibradas en
la pugna por primar la lucha contra la inflación o contra la recesión y entre las
necesidades de los países del Norte y del Sur de la eurozona. También desde
este punto de vista, la victoria de Macron es importante, aunque sólo un tercio
de los votantes de Mélénchon parezca entenderlo así.
Sobre las políticas
presupuestarias
Mientras se prolongue la guerra en Ucrania, lo
racional sería que la política presupuestaria de los países de la UE siguiera
siendo expansionista para permitir la financiación por parte de los Estados
miembros de los objetivos prioritarios que se plantea la UE: acelerar las
inversiones que promuevan la transición energética y reducir lo más rápidamente
posible la dependencia respecto al gas y al petróleo rusos; ayudar a hogares,
empresas y sectores económicos afectados por los altos precios y el
desabastecimiento de las materias primas energéticas, alimentarias e
industriales procedentes de Rusia.
Sin embargo, los obstáculos para alcanzar esos
objetivos aumentan. A la presión para ir reduciendo el carácter expansionista
de la política monetaria se suma la de los halcones neoliberales del equilibrio
presupuestario, que buscan establecer nuevos planes de consolidación fiscal
nacionales para equilibrar a corto plazo las cuentas públicas.
La política monetaria expansionista es la que permitió durante la pandemia los importantes incrementos de gastos y déficit públicos para
fortalecer el sistema sanitario, proteger empresas y sectores productivos y
minimizar las pérdidas de empleos y renta de los hogares. Como consecuencia,
los niveles de endeudamiento público se dispararon. Esa misma política
monetaria expansionista es la que garantizaría ahora los bajos tipos de interés
y el mantenimiento de las actuales políticas presupuestarias expansionistas
para apoyar la actividad económica, reforzar la protección social e
intensificar la inversión pública y privada destinadas a impulsar la transición
energética y la modernización de estructuras y especializaciones productivas.
Las políticas
monetaria y presupuestaria expansionistas son complementarias y podrían
sostenerse si se logra un nuevo equilibrio macroeconómico que no exija recortes
del gasto y la inversión del sector público y haga compatibles niveles de
inflación y déficit público relativamente elevados con la paulatina reducción
de las tasas de endeudamiento público respecto al PIB. Objetivos conseguibles
gracias a la carga tributaria encubierta que soportarían los compradores de
deuda pública como consecuencia del mantenimiento de las tasas de interés a
largo plazo por debajo del crecimiento nominal del PIB. Sólo así se podrían
seguir aumentando las inversiones eficaces que mejoren la productividad global
de los factores y el crecimiento potencial.
Mientras dure la guerra, lo más probable es que la
suspensión de las normas fiscales comunitarias (topes arbitrarios, incumplibles
y contraproducentes del 3% respecto al PIB, en el caso del déficit público, y
del 60%, en el de la deuda pública) se mantenga, sin que por ello se disipe el
debate político y económico a favor y en contra del mantenimiento de políticas
expansionistas monetarias y presupuestarias. Esa congelación de las reglas
fiscales permitió a España y al resto de los países del sur de la eurozona
seguir endeudándose tras la pandemia y minimizar los costes de las crisis
desatadas por la pandemia. Y a esos dos instrumentos se sumó la aprobación de
emisiones de deuda pública comunitaria, por parte de la Comisión Europea,
para financiar transformaciones productivas modernizadoras.
Sorprendentemente,
en la primera semana de este mes de abril se produjo una noticia extraordinaria
que habrá que ver hasta qué punto va a modificar los términos de estos debates:
los representantes de España y Holanda en el Eurogrupo presentaron una
propuesta conjunta para establecer nuevas reglas fiscales más flexibles, con
una clara orientación anticíclica y adaptadas a las muy diferentes situaciones
y problemáticas de las cuentas públicas de los Estados miembros. Habrá que ver
los detalles de esa propuesta y cómo se desarrollan los debates en las
instituciones comunitarias, pero ese acuerdo muestra una vez más que la UE es
capaz de aprender de sus errores y transformarse. Como antes lo habían mostrado
los programas del BCE de compra de deuda pública de los Estados miembros, la
suspensión de las reglas fiscales o las emisiones de deuda comunitaria
destinadas a dotarse de fondos europeos destinados a financiar las transiciones
digital y energética. Esos avances en la actuación de las instituciones
comunitarias nos enseñan lo mucho que las situaciones excepcionales (como la
guerra en Ucrania o, antes, la pandemia) pueden favorecer cambios sustanciales
en las políticas e instituciones comunitarias que descansan en intereses comunes,
amplios acuerdos y concesiones mutuas. Los que sostenían que la UE estaba
marcada por un origen y una esencia neoliberales que la convertían en un
proyecto irreformable se equivocaban.
Otro cambio reciente
tan relevante como los antes mencionados es la aceptación temporal de una isla
energética ibérica, formada por España y Portugal, en el mercado único y una
regulación particular (estableciendo un tope al precio del gas) que afecta al sistema
marginalista de formación del precio de la electricidad. Pendiente aún de una
difícil y compleja negociación y concreción, la aceptación de esa
excepcionalidad refleja la mayor flexibilidad con la que las instituciones
comunitarias abordan problemas particulares de los Estados miembros que afectan
al funcionamiento del mercado único, que es la piedra angular de la actual UE.
Estos debates sobre reglas fiscales y políticas
económicas comunitarias, aparentemente técnicas, pero de gran calado político e
institucional, no responden a dinámicas de confrontación entre izquierdas y
derechas, sino entre fundamentalistas y realistas; aunque haya una disputa
entre izquierda y derecha en los márgenes ideológicos de esos debates
económicos. La extrema derecha y la extrema izquierda, por su lado, juegan a
otra cosa, de carácter virtual, en la que ponen por delante la disputa
ideológica y su renuncia a participar en el diseño de las reformas posibles o
en su gestión.
Esperemos que la
mayoría de las fuerzas progresistas y de izquierdas europeístas entiendan su
papel en estos debates económicos y contribuyan a que los intereses de las
mayorías sociales ganen peso en los imprescindibles acuerdos transversales y
amplios consensos entre las fuerzas democráticas con el objetivo de aprobar las
mejores reformas posibles. En Francia, el próximo domingo, 24 de abril, las
fuerzas y votantes progresistas y de izquierdas tienen la opción de actuar en
consecuencia en las elecciones presidenciales y rechazar a la extrema derecha que
lidera Le Pen de la única manera que hay de derrotarlas: votando a Macron. Ya
habrá tiempo después de movilizarse y organizar la resistencia de la Francia
precaria frente a las políticas que favorezcan exclusivamente a los grandes
grupos empresariales y las rentas del capital. En esta segunda vuelta no hay un
voto que permita rechazar al mismo tiempo a Macron y a Le Pen. No existe ningún
otro candidato: si no se vota a Macron se posibilita la victoria de Le Pen.
Todos los debates de política económica en curso y
la concreción final de las primeras propuestas de cambio dependerán del acierto
y la inteligencia con los que la ciudadanía y las fuerzas políticas
progresistas y democráticas aborden las reformas y los imprescindibles amplios
acuerdos que las hagan posibles. Nada está escrito, no hay un plan
preestablecido capaz de imponerse a la mayoría social y a la mayoría de los
Estados miembros. Es en ese terreno de grandes mayorías y amplios acuerdos
donde se juega el presente y el futuro de Europa